El pelo siempre gana

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Si algo he aprendido con el tiempo es que amar con mucha fuerza sólo trae frustración y tristeza. No pasa con el pelo. El pelo siempre gana. El pelo puede darse sin mesura. Puede peinarse, airearse, agitarse con la mano o mecerse con el viento que nunca, nunca va a sobrar. Y menos en el amor. Puedo pensar en una chica metiendo lentamente sus dedos entre mi cabello, horizontales los dos, y cachondos; pero soy incapaz de imaginar a una chica acariciando una calva y sintiendo la más mínima excitación por ese trozo de piel sudada y batracia. O puede, ella, dar golpecitos en la chota del tío al que se folla como Benny Hill a Jackie Wright, pero con mucha menos gracia.

En el fútbol, como en la vida, hay muchos calvos. Y corren sobre el rectángulo de césped, como peones de ajedrez que han probado por primera vez el speed sobre el tablero. Corren salvajes y alopécicos, sin más interés que ganar el partido porque follar es ya imposible, porque follar es patrimonio de los que tenemos pelo. Lo saben, disimulan. Se dejan barba, y hacen como si nada. Pero el resto los miramos y les decimos: calvo. Paladeando cada sílaba como Humbert Humbert paladea el nombre de Lolita. Calvo. No hay asociaciones de calvos ni estas palabras podrán contra-argumentarse en ningún debate televisivo porque a nadie le interesan los calvos. Ellos están ahí como están las hormigas bajo la tierra. Hacen cosas de calvos como correr por el paseo marítimo disfrazados del Decathlon, o rascarse la cabeza simulando que piensan. O hacen música electrónica o lo que es peor: bailan salsa con mujeres mayores y sonríen con una sonrisa forzada de sien a sien que es como una mueca de tristeza, como una máscara veneciana, como un retrato tétrico de su mondo cráneo.

Los futbolistas calvos juegan en otra liga. Los hay buenos, está Zidane con su calva limitada y monacal, o Iniesta con una calva navajera de entradas y pelo fino. Pero están luego Gravesen, Toquero, Colsa, Reina o Verón, que creen que la dignidad es raparse. Sacar la navaja, rasurarse como un chumino en los noventa y dejar que el tiempo les perdone. Son esos calvos los que iluminan la pantalla sobre el césped. Los que duelen a la vista. Los que se empeñan en el fútbol. Calvos con bigote, con perilla o con barba. Calvos para los que sólo hay un camino: la intrascendencia.

Nunca, ninguna chica, me ha dejado por un calvo. Me han dejado por hombres más guapos que yo, más fuertes, más listos, con más polla, más cariñosos o ricos. Pero jamás me han dejado por un calvo. Sin embargo sí que han venido rebotadas chicas con ex-novios calvos buscando algo de pelo al que asirse en las maratonianas noches de invierno. Que deslizaban su mano por mi cabeza como una araña concupiscente y se quedaban allí, a hacer tirabuzones con los dedos en el pelo, a besarme mientras, a fantasear con su mano surcando mis rizos como un kayak descendiendo por el río Yuruaní.

Siempre hay una historia de amargura detrás de un futbolista calvo. Siempre hay una derrota dolorosa, un balón perdido en mitad del campo que acaba en gol. Hay remates suicidas como el del Spasic, calvo defensa yugoslavo que fichó el Madrid y que sólo será recordado por marcar en propia puerta frente al Barcelona a principios de los noventa. Ese autogol tiene un trasunto en la vida: amar. Amar con fuerza bruta. Cuando uno va con todo siempre termina perdiendo. Spasic es el amor que das y no recibes. Puto calvo idiota incapaz de despejar el balón, que cierras los ojos y golpeas al balón sin mirar hacia donde o hacia quien, que simplemente impactas. Calvo del amor como metáfora de la mierda de estos días. Historias desasosegantes para contar en una hoguera ya muy de noche, sobre calvos que se adentrarán, con sus zapatillas de correr y sus barbas tupidas, en nuestras plácidas y peludas vidas.