Common people

rafa paz

Rafa Paz y la palabra. “Esta tierra, este tiempo, esta espantosa podredumbre que me acompañan desde que nací”. No digo que la vida sea una mierda, pero podría mejorar. Quemando las tiendas de Desigual. Quemando la mitad de editoriales de poesía independientes de España. Quemando cada botellín de cerveza artesana que encontremos a nuestro paso. Ya no somos jóvenes. Nos gusta ver las cosas arder. La ceniza es como una lluvia de futuro.

La quiero y ella también me quiere. Si pierdo el pelo aún podría conservarla a ella. O no. Todo el mundo habla de los cuñados y a mí no me hace gracia porque cuñados somos todos, o seremos en algún momento de nuestra vida. Salvo el amor entre dos hijos únicos. Que bastante tendrán ya con aguantarse la tonterías entre ellos. Rafa Paz fue un jugador al que, sin equipación sevillista, sólo puedo imaginar bebiendo Cruzcampo en un perol familiar mientras mueve el arroz con parsimonia y trascendencia.

A eso se refieren los modernos cuando hablan de cuñados: a la gente normal. La gente normal es el objetivo. Porque son normales. Porque son calvos, visten con ropa del Springfield y no hacen nada que les haga señalarse en público. Solo se agarran a su cerveza como una bailarina a su barra del strip club, como un relevista a su testigo, como un adolescente a su párvula polla.

¿Y qué hacen los modernos para destacarse entre los demás? Vestirse todos igual. La diferencia es la homogeneidad. Viene el mundo a decirme que lo especial es la repetición. Hay menos tipos normales en Madrid que barbudos tatuados. Quizá Rafa Paz empiece a ser único. Un tipo tan normal. Tan prematuramente calvo. Con esa cara de alfeñique que saca dinero en un cajero a las diez de la mañana.

Quizá tuvimos que darnos cuenta al ver tanto restaurante de Sushi, tantas zapatillas Vans, tanta bici bonita que robar. Hoy me siento más calvo que ayer. Más en el otro bando. En el lado hostil. La vulgaridad es patrimonio de todos, como los picores genitales y las drogas infladas con productos de limpieza.

No sé a qué se juega aquí. Saco las fichas del parchís y me sacan un tablero de ajedrez. Saco las piezas del ajedrez y me ponen delante una oca. Ya no sé si quiero ser vulgar o sólo abandonarme a la estupidez del ser diferente. “Parad el mundo que me bajo” decía una compañera hippie en el Instituto. Y después nos rozábamos en el piso vacío de su abuela escuchando a Silvio Rodríguez en un musicasete que la vieja tenía en la cocina. Para entretenerse en la cocina, cuando vivía. Nuestro entusiasmo adolescente no podía frenarlo la presencia espectral de la pobre anciana. Cuando nos arremolinábamos en el sofá pensaba en que tan solo hace unos meses la mujer se sentaba allí a ver la novela. Ahora su nieta mantenía vivas sus plantas. Esa era la excusa. Regar las plantas de la abuela en un piso ya vacío. En un piso que esperaba el alquiler o la venta con plantas verdes como la camiseta de Camerún, como los abdominales de Piccolo. Una muerte me abrió las puertas del sexo.

Ahora la hippie vive en Granada y está casada con un señor calvo que lleva gorra. No gorra de rapero o redneck, sino gorra parisina, bohemia, aplanada y moderna. Y barba. Y una especie de fular que le envolvía el cuello. Me ofreció su mano y la apreté con firmeza. “Este es Pablo, mi marido”, me dijo ella. Recordé sus pechos desnudos y una vena que le atravesaba la teta derecha como un río en un mapa físico de colegio. El pezón marcaba la capital de provincia.

Tengo muchas cosas que contar pero no me gusta mi público. Las hippies de antes, los hipsters de ahora, los cuñados de siempre. No quiero dejar un mundo mejor a mis hijos, quiero dejar malos hijos a la altura del mundo. Rafa Paz probando con una cuchara de plástico si el arroz está bien de sal. Un chico tatuado que te toma nota de la bebida en un bar del centro. Una hippie con camiseta morada. Una teta. Unas gafas polarizadas. Una camiseta del Sevilla con publicidad de Marbella. Italia 90. España 99. Sevilla 2015. Rafa Paz leyendo El Mundo en un bar mientras sorbe un café que “está que pela”.