Suicidas ruidosos

Si el suicidio pudiera ser menos ruidoso. Más limpio. Si pudiéramos evitar el cuerpo despanzurrado por el suelo, los trozos de carne sobre el metal de un Media Distancia, el descoyunto de la columna pendiente de la soga, las costuras de sangre ensuciando la bañera, la cordita o las pastillas. Si largarse de este mundo fuera tan sencillo como cruzar una puerta, decir adiós con la mano,

y perderse en una oscuridad acogedora; yo ya no estaría aquí. Ni tantos otros que miran desde la terraza el suelo de la calle y fantasean con el relieve de los escalones golpeando la base del cráneo o eligen una canción que les acompañe hasta el tren más cercano o que piensan en una cochera cerrada y un coche arrancado como la propia vida, arrancada también, de cuajo.

Vivir es un ejercicio terrible, y lo es porque nuestra sociedad es insoportable. Pienso en esa chica que te quiso y desapareció, o en la mujer de tu hermano, en la vieja que se te cuela en el super. Salir a la calle, ver el mundo y no entender nada, ni a ti mismo en mitad de todo eso. Y bebes, supongo, o te abandonas a la pereza o al running y pierdes pelo y engordas y temes engordar y perder pelo. Están el amor, las tertulias políticas, los lectores de Pavese, los museos de arte contemporáneo, los tatuajes de calaveras mexicanas, los discos de Arcade Fire, los hombres que mensajean por privado a mujeres con pareja, las parejas que a su vez mienten en eDarling, las alemanas borrachas que duermen en tu cama pero que en la primera noche nada, los Djs con barba, los skaters, las tiendas de gourmet, la chica esa que escribe una poesía de mierda y se cree que con no saludar resulta más sexy, las colas del médico. Está todo eso. Está vivir la vida como si esta feria fuera eterna. Como si el mundo no se nos parara. Luego pasa lo que pasa que quieres hacer con cuarenta años lo que no hiciste con veinte y sales al ZZ Pub vestida con un corsé y unos pantalones de cuero pero con la cara triste de máscara veneciana y músicos viejos con una larga carrera de grupos intrascendentes, con el pelo de punta, escaso y peguntoso, te prometen un mundo mejor y un padre para tu hijo. Como si la amenaza de la muerte no estuviera ahí. Cada mañana pienso que es el último día de mi vida y a veces sueño con que efectivamente así sea.

Había un calvo gracioso. Estábamos cinco y él contaba chistes sin parar. Yo apenas le conocía pero siempre tenía un comentario jocoso para mí. Incluso desagradable, amablemente faltón. Él miraba a las dos chicas que nos acompañaban y bizqueaba por no querer fijarse directamente en sus tetas. Dije que el auge de Podemos me parecía síntoma de una sociedad desinformada y de gusto bajo. Él me llamó socialista y soltó una carcajada que no entendí bien a cuento de qué vino. Las chicas le sonreían. Me tomé tres pintas en este irlandés de mierda en el que estábamos sentados con decoración estándar y camareros imbéciles. Me emborraché y le dije “calvo”. Sin pensar. Así, “calvo”, sin venir a cuento, tras su último chiste sobre una pareja de jóvenes con pinta de ingleses que se besaban, hermosísima ella y delgada y él vestido de forma estrafalaria envuelto en colores, en la mesa de al lado. Todos nos quedamos callados y las chicas me dijeron “te has pasado” y el chico que nos acompañaba, el muy miserable, le dio la razón a ellas en vez de a mí. Para ver si el pastel se repartía con justicia con un dos para dos. Las dos chicas indignadas, el calvo y este chico intrascendente que pensando lo mismo que yo se alió con el calvo para follar esa noche de miércoles en las que perdí los papeles y la educación paladeando sólo una palabra, “calvo”, tan redonda y fulminante como una canica en la garganta de un hámster.

Seguí bebiendo ya solo en otro sitio por ver si veía a alguien y como no encontré a nadie me fui a casa y vomité como hago siempre y vi la pléyade de trozos en el wáter y pensé que si la vida era eso por qué no abrir la puerta y salir. Me tumbé en la cama acariciándome la barriga como hacía mi madre cuando yo era pequeño y enfermaba. La imagen me dio tristeza y cogí el móvil, aún borracho, y mandé un whatsapp a una chica que fue mi novia pero que me dejó por un hombre mejor y le dije que deseaba verla pero no me contestó. Así que dejé el móvil en la mesita de noche y pensé en situaciones en las que fui realmente feliz, en las que olvidé que la vida era un conjunto de personas insignificantes, de mierdas numerosas y alegrías impostadas. Pensé en mi familia y en el fútbol. En cuando España ganó el Mundial. Y me acordé de Pepe Reina. Abrí la ventana y miré el suelo. Era aún noche cerrada.